Viaje al fin de la noche, Céline.
En un relato de Melville había leído que entre todos los hombres y mujeres los marineros son los que tienen más fuertes prejuicios, muy especialmente en torno a la cuestión de la raza. Durante la travesía de Cerdeña a Valencia pude comprobarlo positivamente. La tripulación del Alysio estaba dividida entre blancos y negros, y por mucho que a los negros nos hicieran creer que éramos como los blancos, y gozábamos de sus prerrogativas, cualquier circunstancia se podía tornar adecuada para devolvernos a nuestra condición inferior. También es cierto que para aligerar la convivencia en el barco, porque los roces eran continuos, los blancos establecieron un sistema de puntos que nos permitía compartir su mesa y su vino —el amable syrah siciliano— e incluso hablar desde el parlamento, siempre que cumpliéramos con nuestras agitadas guardias nocturnas, especialmente con calima. Nuestra forma de resistencia se expresaba a través del lenguaje: burlábamos la moral y los códigos compartidos con frecuentes disparates naúticos que terminaron componiendo un auténtico glosario, poniendo a prueba la paciencia y benevolencia de los blancos. O sea, la blancura de los blancos. Pero, más importante que eso, fue el sofisticado sistema de sabotaje que en ningún momento levantó sospechas ni en el capitán ni entre los contramaestres, y provocó un sinfín de averías en la embarcación: el alternador del motor, el equipo digital de viento, las fugas del circuito de agua, la sonda digital, los virus informáticos y unas cuántas más que ya dejaron en evidencia la vulnerabilidad del Alysio.
En todo caso, además de blancos y negros, puedo dar constancia de que también había otros seres que no eran ni blancos ni negros, sino acuáticos. Los seres de naturaleza acuática, capaces de soportar más “gés” que cualquier ser humano, no se parecían a las famas ni a los cronopios. Como su nombre lo indica, estaban dotados para pasar largas temporadas en el mar, aunque paradójicamente, no parecían ser muy expertos en la captura de pescado. Los acuáticos eran fácilmente reconocibles por su piel quemada, sus pies descalzos y sus movimientos rápidos, al estilo de los peces voladores; como diría Melville, con las cabezas bien techadas por naturaleza, casi nunca llevaban sombrero, y mucho menos del tipo “chincheta”. Su especial sensibilidad para el gobierno del barco, el manejo de las jarcias y los aparejos, contrastaba con su escaso interés por el lenguaje extra-marítimo. Por poner un ejemplo, a la Q de queso le llamaban Quebec, y a la G de Galicia Golf.